Göttinger Predigten im Internet
ed. by U. Nembach, J. Neukirch, C. Dinkel, I. Karle

Predicación para el 6º domingo de Pascua, 21 de mayo de 2006
Texto según LET serie B: Hechos 10:44-48 por David Manzanas
(A las predicaciones actuales: www.predigten.uni-goettingen.de)


Hoy querría que pusiéramos nuestra mirada en un acontecimiento que marcó la vida de la Iglesia Cristiana. Nos lo transmite Lucas en su relato del libro de los Hechos de los Apóstoles. En la liturgia de hoy sólo hemos leído el final de la historia, y quizás necesitemos recordar la totalidad del relato para ver el marco en el que se desarrolló esta escena.

Jesús ha ascendido a los cielos; los discípulos han de tomar sobre sí la responsabilidad de guiar a la incipiente iglesia y formar a los nuevos conversos. Hasta ahora, esas eran responsabilidades del Maestro, de Jesús; era Él quien impartía instrucción y enseñanza, como hizo con la mujer del pozo en Samaria, o con el joven rico que le preguntó sobre la vida eterna, y con Zaqueo o Nicodemo, y en tantas y tantas ocasiones. ¡Oh, cómo lo echaban de menos! ¡Sus palabras, sus gestos…, y sus decisiones! Pero Jesús ya no estaba allí para aconsejar, ni para guiar, ni para decidir. Ahora eran ellos, los discípulos, quienes debían asumir esa gran responsabilidad. ¿Y si se equivocaban? ¿Y si sus decisiones traían consecuencias no deseadas? Jesús les había dicho, poco antes de dejarles, que Él estaría con ellos todos los días hasta el fin de los tiempos (Mt 28:20) Pero, ¿cómo sería posible eso? ¿De qué manera lo verían hecho realidad? Sin duda alguna, lo mejor era mantener las cosas como Jesús las dejó: su campo de acción se movía entre Galilea y Judea, seguían acudiendo al templo y la sinagoga y había que completar el número de 12 discípulos. Así estaban las cosas y así era bueno que permanecieran. Claro que quedaban algunas cosas sin aclarar: Jesús les dijo que hicieran discípulos a todos los habitantes del mundo (Mt 28:19), que tendrían que testificar en “Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta el final de la tierra” (Hch 1:8) ¿Cómo entenderlo? Seguramente, el Maestro estaba poniendo a prueba su capacidad de entender y, como en otras muchas ocasiones, estaba hablando de manera figurada. Los “habitantes del mundo”, sin duda alguna, sería una manera de llamar a la totalidad de los hijos de Dios, es decir, a todos los miembros del pueblo de Israel, haciendo un gran esfuerzo y tragándose muchas de sus fobias, podrían incluirse los samaritanos, pero no más. Entonces ya estaría claro lo del “final de la tierra”, ya que no había lugar de la creación dónde no hubiera judíos, el llamado “pueblo en la diáspora”, repartidos desde los ríos Tigris y Eufrates hasta Sefarad (España), pasando por toda Asia Menor, las regiones de Asia y Europa. En todos los lugares había hijos de Israel y para predicarles a ellos las enseñanzas reveladas por Jesús llegarían “hasta los confines de la Tierras”. ¡¡¡Ufff!!! ¡Ya estaba resuelto!

Pero ahora, hermanos y hermanas, el Espíritu de Dios, tanto entonces como ahora, tiene la sana costumbre de sorprendernos, de romper nuestros rígidos esquemas. Pedro, el impulsivo pero, al mismo tiempo, poco constante (como casi todos los que se mueven a golpes de impulsos) iba a recibir un encargo extraño por parte de Dios: bautizar a unos gentiles, pero no unos gentiles cualesquiera, sino a un centurión del ejército romano, de la temida compañía “la Italiana”. Una petición así superaba todo lo que se podía esperar. Cuando Jesús aceptó a un publicano, un recaudador de impuestos, como seguidor y discípulo suyo, ya rompió uno de los tabúes más arraigados entre los piadosos judíos; lo mismo podría decirse cuando permitió que la prostituta le tocase y Él le perdonó los pecados. Sí, Jesús rompió el prejuicio contra ellos, pero ellos, al menos, eran miembros del Pueblo de Dios, quizás miembros descarriados, sin duda eran malos miembros, pero pertenecían al pueblo. ¿Pero los gentiles, y más aún, los soldados romanos? No, ellos no eran de los “nuestros”

En el texto se nos dice que el tal Cornelio era “temeroso de Dios”, pero esto no tiene por qué significar que fuera un convertido a la fe en el Único Dios, simplemente nos relata que Cornelio aceptaba la existencia del Dios de Israel. Los romanos eran politeístas, y muchos de ellos adoraban a las divinidades de los lugares donde vivían; así que no era extraño que viviendo en Israel adorara al Dios de Israel, como podía haber adorado a Baal o Astarté de haber residido en Babilonia. Por ese motivo los judíos piadosos desconfiaban de los gentiles “temerosos de Dios”, porque no podían saber si su adoración correspondía a una auténtica fe o a un acto de “inmersión cultural religiosa”. ¿Nos damos cuenta con cuánta facilidad nuestros prejuicios, nuestras dudas, nuestros recelos, se convierten en el fiel de la balanza a la hora de tomar decisiones? Más aún, a la hora de “juzgar” quién es digno o merecedor de nuestro trato, atención o consideración. Así es el ser humano.

Pero no es así Dios. Dios actúa mucho más allá de nuestros prejuicios… y de nuestras expectativas. Y ese obrar libre de Dios abre nuestros ojos para una nueva visión, una visión libre de juicios anticipados, libre de los antiguos “por si acaso”, libre de determinismos. Dios no se limita a nuestras decisiones y pensamientos, mucho menos se ve limitado por nuestras acciones. Es triste ver como, en determinados grupos cristianos, aún hoy en día persisten conceptos que pretenden adueñarse de la acción del Espíritu, atándolo a sus propias estructuras y criterios de lo que es propio o no del hacer de Dios. Frente a la comprensión de nuestros actos o ritos como la puerta que abre o cierra la acción del Espíritu, Dios se muestra libre en su actuar y derrama su Espíritu sobre las personas que Él ha llamado. Y con sorpresa descubrimos cuantas veces las personas que Él elige no se adaptan a nuestros estándares de idoneidad. Si leemos atentamente la Escritura, descubriremos cómo la elección de Dios rompe nuestros conceptos de lo apropiado (sólo a modo de ejemplo cito los casos de la elección del Rey David, por encima de sus hermanos mayores y más fuertes, o la elección del “tramposo” Jacob frente a Esaú, o la del enemigo Pablo a pesar de que los apóstoles ya habían designado a Matías). Dios no nos pide “permiso” para actuar, lo que nos pide es que tengamos discernimiento para que sepamos ver y reconocer su actuar, aunque nos sorprenda (cuando lo que realmente debería sorprendernos es nuestro asombro ante el libre actuar de Dios).

Este acontecimiento en la recién comenzada historia de la Iglesia tiene que llevarla (y aún hoy también a nosotros) al conocimiento de que somos anunciadores del actuar de Dios, testigos que manifiestan su Luz, administradores de su Palabra, pero que en modo alguno somos propietarios de su Luz ni de su Palabra. Dicho de otra manera, el Espíritu de Dios no se somete a nuestros designios ni planes sino que ha de ser justo al revés, nuestros designios y planes han de someterse al Espíritu de Dios.

Al principio de esta reflexión decía que el acontecimiento del bautismo de Cornelio marcó la vida de la Iglesia Cristiana. No fue un camino fácil, Pedro tuvo que enfrentarse a los prejuicios de sus compañeros de congregación, no hace falta más que seguir leyendo para ver la reacción que este bautismo provocó en Jerusalén. Una salida fácil para Pedro habría sido la de separarse con buenas palabras de Cornelio, animándolo a perseverar en su camino y a seguir con su bondadosa práctica, pero sin comprometerse él mismo ni comprometer a la Iglesia. Pero cuando a Pedro se le disiparon todas las dudas y llegó a entender que esa era una elección de Dios (por más que él no la comprendiera), únicamente pudo tomar un camino coherente con su fe: reconocerlo y certificarlo ante el resto de la Iglesia. Y así, les administró el bautismo y permaneció en aquella casa durante unos días. Fiel y valiente testigo de Dios, Señor de la Iglesia.

Quiero pediros, ahora, que nos unamos en la oración.

Señor, gracias por abrir nuestros ojos a tu acción, por librarnos de la cortedad de nuestras miras, de las cargas de nuestras etiquetas, de la pesadez de nuestros recelos. Te rogamos que tu Espíritu, que libremente actúa y se mueve en tu Iglesia, haga de nosotros instrumentos eficaces en la proclamación de tu Reino, y aleja de nosotros cualquier tentación de convertirnos en dueños de tu Palabra y de tu presencia. Te lo pedimos en el nombre de tu Hijo Jesucristo. Amén

David Manzanas
Pastor en Alicante y Valencia (España)
alcpastor@iee-levante.org

 


(zurück zum Seitenanfang)