Göttinger Predigten im Internet
ed. by U. Nembach, J. Neukirch, C. Dinkel, I. Karle

Predicación para el 2º domingo de Pascua, 23 de abril de 2006
Texto según LET serie B: Juan 20:19-31 por David Manzanas
(-> A las predicaciones actuales: www.predigten.uni-goettingen.de)


¡Pobre Tomás! Ha pasado a la historia como el “incrédulo”, cuando su reacción no fue muy diferente de la que tuvieron sus compañeros de discipulado. El mismo evangelio de Juan nos relata que Pedro, cuando recibió la noticia de que el sepulcro estaba vacío, no terminó de creerlo y salió corriendo a comprobar lo que esa alocada mujer, llamada María, la de Magdala, iba diciendo entre desconsolados sollozos. También Pedro, y el enigmático “discípulo amado”, tuvieron que “ver para creer”. Pero… la Historia es así, y Tomás siempre será recordado como el discípulo “incrédulo”.

Tomás no hizo nada que cualquiera de nosotros no hubiera hecho. Quizás, apurando la historia, fue mucho más sincero que muchos de los que en estas fechas han acudido “por costumbre o tradición” a los recientes cultos especiales de Semana Santa. Para Tomás tuvo que haber sido duro reconocer, delante de sus compañeros, que no podía creer lo que ellos, con tanto entusiasmo, proclamaban. No es fácil ir contra corriente, se requiere una gran honestidad y una buena dosis de fortaleza.

¿Cómo creer aquello que contradice la pura lógica? Ellos, Tomás incluido, habían visto con sus propios ojos, aunque fuera de lejos, cómo moría su maestro. Habían visto su cadáver introducido en la tumba. Desde aquel día, muchas preguntas les vendrían a la mente. Pedro, sin duda, pensaría mucho en su falta de coraje en los momentos decisivos, y en cómo Jesús se lo anunció (Jn 13:38); el joven “discípulo amado”, recordaría las palabras que Jesús le dirigió desde la cruz, y en la gran responsabilidad que su maestro le encomendó (Jn 19:27); Tomás también tenía en qué pensar; también él, cómo Pedro, tuvo su momento de euforia no corroborada luego con los hechos. Sí, hacía ya unos meses (¡cómo pasa el tiempo de rápido!), cuando Jesús, en contra de toda lógica, quiso ir a Betania para ver a su amigo Lázaro, que había muerto. Betania, tan cerca de la peligrosa Jerusalén donde querían matar al maestro. En aquella ocasión fue el propio Tomás quien dijo a sus compañeros “vayamos también nosotros, para morir con él” (Jn 11:16) ¿Qué pasó que lo dejaron solo? ¿por qué ni siquiera intentó cumplir aquello que, sin pedírselo nadie, prometió?. Sí, muchas son las preguntas que les asaltan, muchos los remordimientos que hay que rumiar. Pero todos ellos giraban alrededor de un hecho incontrovertible: Jesús había muerto, estaba muerto. Esa era la dura y triste realidad. Además, si Dios hubiese querido salvarle de la muerte, ¿no lo habría hecho mientras estaba en la cruz? Allí, cuando todos estaban pendientes de Jesús, con las tropas de los romanos presentes, con los fariseos, los sacerdotes y demás servidores del templo delante; allí si que habría tenido eco. Pero no lo hizo, y Jesús murió, y fue enterrado, y alguien robó su cadáver. ¿Cómo creer lo que las mujeres decían? ¿Cómo no pensar que lo que los discípulos vieron no era un fantasma, o una extraña aparición del más allá? Sí, no nos extrañe que Tomás pidiera ver; más aún, que pidiera tocar, sentir con sus propias manos, porque ni los fantasmas ni los espectros no tienen cuerpo.

Hermanos y hermanas, el amor de Dios en Cristo no tiene límites. Jesús volvió a hacerse presente en la reunión de los discípulos y esta vez sí estaba Tomás. Y le presentó las manos, y le brindó su costado. “Aquí están, Tomás, toca con tus dedos, mete tus manos. Comprueba que es verdad lo que tus ojos te revelan. Toca y cree”

Tradicionalmente se ha leído este pasaje entendiendo un cierto reproche del Jesús resucitado a Tomás, como si Jesús se hubiera sentido defraudado por la actitud incrédula de su discípulo. Pero si miramos el texto sin intenciones previas, sin los prejuicios de haber etiquetado ya a Tomás como el desconfiado e incrédulo, nos daremos cuenta que el reproche no aparece por ningún lado. Al contrario, el texto nos muestra a un Jesús comprensivo, que entiende los problemas de Tomás y se presta cariñosamente para que éste los pueda superar. Lejos de considerar una afrenta la petición de Tomás, Jesús expone sus heridas para que el discípulo meta sus manos en ellas, y pueda tocar y comprobar. Así es el amor de Dios. Desciende y se amolda a nuestras necesidades. Así es el amor de Dios. Respeta y entiende los procesos personales de cada uno de nosotros. En lugar de poner obstáculos a nuestra fe, allana las dificultades para creer. Así es el amor de Dios.

En un viejo tratado de pedagogía se decía que el buen maestro es aquel que, reconociendo las incapacidades de su alumno, desciende a su altura para, cogiéndole la mano, llevarle a la altura del propio maestro. Así es Dios y así se manifiesta en Jesús. María necesita oír, y Jesús la llama por su nombre; Pedro necesita tiempo y ser preparado, y Jesús envía emisarios que le anuncian su deseo de ir a verle; Tomás necesita tocar y sentir, y Jesús le tiende sus manos y su costado. Así es el Dios que se manifiesta en Jesús, se pone a la altura de sus discípulos y los conduce en su proceso de crecimiento.

Porque de eso trata esta historia, del crecimiento de la persona; o, si lo preferís así, de alcanzar la madurez. La frase final de Jesús es la que nos da la clave del sentido de esta historia: «¿Crees porque me has visto? ¡Dichosos los que creen sin haber visto!» La auténtica fe, la fe genuina, es aquella que no se sustenta por lo que podemos ver y comprobar. La verdadera fe es la que no se asienta en pruebas ni razones. “Dichosos los que creen sin ver”, esa ha de ser nuestra meta, nuestro crecimiento, la madurez de nuestra esperanza.

Esa llamada del Jesús resucitado tiene mucho que ver con nuestros días presentes y con las vidas de nuestras comunidades. Porque Jesús nos enfrente a la calidad de nuestra fe, nos obliga a plantearnos la pregunta importante: ¿dónde se sustenta mi fe? ¿Sigo necesitando ver para creer, o mi fe ha madurado y puedo creer sin necesidad de ver? Cuando en muchas iglesias se pone en duda la presencia del Espíritu Santo si no son manifiestos ciertos signos visibles, se olvidan estas palabras de Jesús. Cuando se hace de esas manifestaciones visibles el requisito imprescindible para el ser Iglesia de Cristo, se está negando esa llamada de Jesús. Es cierto que, en ocasiones, todos necesitamos ciertos apoyos para comenzar a caminar, como los niños cuando aprenden a andar y necesitan el “tacatá”, pero se espera que llegue el día en que pueda caminar solo, sin el apoyo del artilugio. O como cuando alguien se fractura una pierna, y necesita de manera temporal el apoyo de las muletas, sabiendo que no son para siempre. Damos gracias a Dios por los apoyos que Él nos da para afirmar nuestra débil y titubeante fe, damos gracias a Dios porque nos muestra las manos heridas de Jesucristo y su costado abierto; damos las gracias porque, aún más allá del puro ver, nos deja meter nuestros dedos y manos en sus heridas. Pero no podemos quedarnos anclados en nuestra debilidad y titubeos. Hemos de aprender a creer sin ver, sin tocar ni palpar, hemos de aprender a reconocer la acción del Espíritu aún sin oír con nuestros oídos, aún sin ver con nuestros ojos, aún sin tocar con nuestras manos. Jesús ha resucitado y lo creo porque así Él lo ha prometido y así lo ha revelado.

Feliz Pascua a todos en la presencia viva del Salvador.

David Manzanas
Pastor en Alicante y Valencia (España)
alcpastor@iee-levante.org

 


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