Göttinger Predigten im Internet
hg. von U. Nembach

Predicación para el 22° Domingo de Pentecostés. Fecha: 16 de octubre de 2005
Texto según LET serie A: Mateo 22, 15 - 21 por José Luis Avendaño

(-> A las predicaciones actuales: www.predigten.uni-goettingen.de)


LLAMAR LAS COSAS POR SU NOMBRE.

I. Recreación ambiental del texto

Entre los versículos 23 al 40 del capítulo 22 de Mateo, le son presentadas a Jesús tres grandes problemáticas que parecen representar las grandes preocupaciones de los grupos más representativos de la nación: Los grupos populares, políticos y religiosos. Cada grupo, consciente de que Jesús es aquel que se conduce en la vida tal y como piensa, y que lo que piensa y vive, eso es lo que dice, le dirige, sin ocultar su ánimo de sorprenderlo en alguna contradicción, las candentes inquietudes que les agobian: 1)15-22: El asunto sobre pagar o no tributo al César, que si bien aparece en la redacción de Mateo como inquietud de los fariseos y herodianos, resultaba ser, sin lugar a dudas, uno de los problemas más encendidos para aquellos que se oponían a la ocupación de Roma y deseaban que el advenimiento del Reino de los cielos, se hiciera presente por la propia espada del oprimido, los zelotes. 2) 23-33: El asunto de la resurrección, creencia abiertamente negada por los saduceos, el partido religioso-político más influyente de la capital, como también más servil al Imperio. 3) 34-40: El asunto respecto del mandamiento principal, de evidente preocupación del partido laico, los guardianes del “correcto proceder” conforme a la Ley, los fariseos.

Cada grupo tiene ya sus propias conclusiones sobre lo preguntado a Jesús, sin importar demasiado lo que éste responda. De lo que verdaderamente se trata, me parece a mí, es de poner en evidencia que aquella supuesta consecuencia entre el decir y el actuar de Jesús, para los efectos prácticos de la vida, no es más que una mera ilusión, y que las propias exigencias de los afanes cotidianos se encargarán de poner de manifiesto su indiscutible inconsistencia. Es por esto que al inicio ya de nuestro texto para la reflexión (Mt 22, 15), se nos advierte que los fariseos han consultado a Jesús acerca del tributo a César, no para intentar comprenderle, menos aun para aprender de él, sino, lisa y llanamente, para tenderle una trampa, y así poner en videncia cómo la supuesta consecuencia entre su actuar y decir, ante las problemáticas y las exigencias de la vida, en este caso el pago del impuesto al Imperio, muestran ser no más que el engaño de un inescrupuloso farsante.

II. “Reconocemos que amas la verdad, vives la verdad y hablas de la verdad…” (vs. 15-17)

Pues bien, fariseos y herodianos han venido a Jesús con el fin explícito de tenderle una trampa, de modo tal que, una vez que éste haya caído en ella, tengan motivos suficientes para condenarle y poner así al descubierto ante el pueblo, el carácter impostor de su misión, como ante el Imperio, el móvil altamente sospechoso de su gestión. Sin embargo, aquellos que han venido ante Jesús con el único fin de desacreditarle y destruirle, no han hecho más que, sin ellos mismos planearlo, acreditar y afirmar su cometido y dar testimonio, de este modo, de la íntima comunión de sus palabras y de su acción: “Maestro, sabemos que eres amante de la verdad, y que enseñas con verdad el camino de Dios y que no te cuidas de nadie, porque no miras la apariencia de los hombres” (v.16). Lo queramos o no, como cristianos, nuestras vidas no pasan nunca inadvertidas ante los demás. Curiosos, críticos, detractores o simplemente simpatizantes del cristianismo, fijan sobre nosotros sus ojos a fin de observar de qué manera aquella esperanza, compromiso y fidelidad hacia Dios y hacia el prójimo, contenida en el mensaje evangélico, haya correspondencia en nuestras vidas, en otras palabras, cuál es nuestra consistencia entre el decir y el vivir nuestro como cristianos. No cabe duda alguna que nuestra mejor predicación del evangelio, ha de ser sencillamente la consistencia de nuestra propia persona. Tampoco cabe mucha duda de que cuando la gente, siempre atenta a observar cómo se relaciona nuestro hablar como creyentes con nuestra vida como tal, descubre la manifiesta pugna entre ambas, no sólo hallará motivos suficientes para declarar la inconsistencia de nuestro vivir, sino, lo que es peor aun, la ineficacia de aquella forma de esperanza y práctica que nosotros llamamos “evangelio”.

Por tanto, en orden a lo anterior, e l antiguo dicho aquel: “en la noche, todos los gatos son pardos”, cobra en relación con nuestro texto relevante interés. Vivimos en una sociedad cuya tendencia resulta ser cada vez más llamar a lo malo bueno, y a lo bueno malo. En este estado de cosas, nadie que desentone demasiado con en este modo de entender cómo debe ser la vida, debería tener problemas para ser aceptado y legitimado por la sociedad, las exigencias son mínimas, el lema pareciera quedar reducido a este sólo aforismo: “Vive como quieras, en tanto que tu forma de vivir no imponga exigencias ni cuestionamientos a mi propia vida”. En efecto, en una sociedad en la que pareciera que nadie está preocupado por el otro, sino por sus solos asuntos e intereses, tal consigna resulta ser la más cómoda y beneficiosa para todos. Pero, ¿qué sucede cuando nos comprometemos de tal forma con el evangelio, de suerte que nuestro decir y nuestro vivir, hallan una íntima conexión vital? ¿Qué sucede cuando el seguir a Jesús, más que una cuestión de actividad o afiliación eclesiástica, o la suscripción a ciertos enunciados doctrinales, se transforma en un estilo de vida, cuyo impacto alcanza todas las áreas de nuestra existencia? ¿Qué sucede cuando dejamos ya de ser gatos pardos de la noche, y saliendo del anonimato acomodaticio y pusilánime de la mera aceptación social, nos comprometemos con el prójimo, con el ser humano, con el decir las cosas por su nombre, esto es, a lo malo malo, y a lo bueno bueno? Pues bien, cuando esto suceda, no cabe duda de que muchos se sentirán incómodos, intimidados, nuestra vida será una exigencia para ellos, de modo que todas sus miradas estarán puestas sobre nosotros, esperando a cada instante poner a prueba la consistencia de nuestro hablar con nuestro actuar, dicho de otro modo, la consistencia de la esperanza que creemos y confesamos, el “evangelio”.

III. “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. (vs. 18-21)

Resulta obvio que la pregunta que se le ha dirigido a Jesús, ha sido preparada de tal forma que cualquiera sea su respuesta, éste no pueda escapar de la trampa. Si rechaza el pago del impuesto, tal declaración sería vista por los grupos revolucionarios radicales que luchan contra el dominio de Roma, como una evidente postura a favor de su causa, al tiempo que, de parte de las autoridades romanas, como una prueba irrefutable del carácter sedicioso de su persona y su enseñanza. Si se pronuncia a favor del pago del tributo, es indudable que los sectores más desposeídos de la nación, preferentemente los que más han simpatizado con su mensaje y que han sido, por lo demás, los más azotados por esta insoportable carga, verán en la figura del galileo al despreciable traidor.

Cuántas veces el día cotidiano y las propias exigencias de la vida en sociedad, nos enfrenta tanto como comunidad de fe cuanto como creyentes individuales, a desafíos y decisiones en los que no siempre aparece claramente delimitado qué es lo que hay que dar al César y qué es lo que hay que dar a Dios. Una mirada sincera y realista de la vida, sin reducciones escapistas ni espiritualizantes, nos lleva a reconocer que ésta tiene más matices de los que nosotros mismos quisiéramos admitir, que no todo siempre se nos ofrece todo blanco, todo negro, y que la mayoría de las veces son estas áreas tenues de la vida, estos contornos difusos y no claramente definidos, los escenarios en los que se libran las batallas más encarnizadas entre unos y otros bandos, las manipulaciones más groseras en nombre de la fe. Entonces, ¿qué discurso elaborar y, en relación a éste, cómo actuar, frente a tales emplazamientos valóricos, políticos, económicos, simplemente desafíos de la vida diaria, que no admiten mayor tardanza y prórroga de definición, y frente a los cuáles los ojos de todo el mundo se dirigen atentos al modo en que como comunidad cristiana y como cristianos individuales intentaremos responder y obrar?

Gran parte, sino de la solución, sí al menos de un hacernos cargo como creyentes y como comunidad cristiana, de una forma creíble, responsable y esperanzadora de tales encendidos requerimientos, desafíos y problemáticas, viene dado, a mi modo de ver, en las palabras del v. 16 de nuestro texto. Es decir, en el propio reconocimiento, aun de sus propios detractores, de la plena veracidad entre el vivir y el decir de Jesús, en otras palabras, en el reconocimiento de su plena consecuencia. Ahora bien, sería un ejercicio demasiado riesgoso proponer la sola consecuencia de vida como valor supremo, sin atender al menos a las motivaciones y a los efectos prácticos de tal consistencia. Hay quienes pueden practicar, consecuentemente, una forma de vida que en su actuar y su decir, manifiesten abiertamente y sin pudor alguno su amarga enemistad hacia los demás, su desprecio más horrible por la dignidad del ser humano, su grosera instrumentalización de sus semejantes. No, la consistencia de Jesús, no es la consecuencia entre un actuar y un decir cualquiera, es la consistencia entre el vivir y el anunciar la voluntad plena de Dios, cuyo centro gravitante es: “Dios se ha acercado en plena gratuidad hacia los hombres y mujeres, necesitados y oprimidos para brindarles su perdón, su acogida, su aceptación”. Por ello, la consistencia de Jesús no es la consistencia abstracta y descarnada de la vida, algo así como una razonable armonía intelectual de conceptos e ideas, sino la consistencia del vivir y proclamar el evangelio del reino y que en él se hace carne y hueso en el prójimo, en aquel que simplemente se cruza en su camino, en aquel que según las estrictas reglas del judaísmo está desechado y no puede gozar, por tanto, de la comunión de los justos. Es la consistencia del decir y del vivir reconociendo que la dignidad del ser humano, su acogida y su perdón, se encuentra en el centro mismo de la voluntad de Dios, y que ningún mandamiento, ordenanza, rito o celebración, incluso esgrimidos en el nombre de Dios, su culto y su adoración, pueden tener sentido si aquello no se resguarda. Pues bien, debido a aquella estricta consistencia que ha acompañado a Jesús durante toda su vida, puede éste ahora responder, sin caer en ello en el slogan acomodaticio, como tampoco en la arenga imprudente:Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

Es verdad, ya lo hemos dicho, que no siempre será ejercicio fácil reconocer los límites de nuestra fe en sociedad, para efectos de nuestro proclamar y actuar como cristianos, en torno a las urgencias más candentes de la vida, pero una cosa no podemos olvidar a la hora de intentar determinar qué es lo que hay que dar a Dios y qué es lo que hay que dar al César, a saber: En el centro de la voluntad de Dios, se halla siempre la dignidad del ser humano, su acogida, su perdón, su plena restauración. El evangelio es el anuncio de que Dios, por medio de Jesús, se ha acercado lleno de gracia y compasión para con los hombres y mujeres de toda época, de todo tiempo, de toda nación. La consistencia a la que estamos llamados como comunidad de fe, como cristianos, por lo tanto, no está, según mi parecer, en la majestuosidad de nuestras respuestas, en el carácter definitivo de las soluciones, menos aún, en la clausura de todo diálogo con otros intentos de respuestas al margen de nuestros presupuestos de fe, sino, radical y fundamentalmente, en el buscar la verdad en el amor, y el amor en la verdad, esto es, en el vivir y el proclamar el evangelio. Toda consistencia carente de amor, desemboca a la postre, en mera ideología abstracta y fría, en la que ya el ser humano es sólo un medio para los fines de la correcta conceptualización y la perpetuación de la escuela. Toda consecuencia carente de verdad, termina en un estruendo ciego y ensordecedor, en el desperdicio mismo de la vida. Por ello, el evangelio, cuya consistencia de vida y decir encarna todo Jesús, es la consistencia en la que se funden sin fisura alguna la verdad y el amor (cf 1 Juan 4, 8; Juan 14, 6).

V. “Oyendo esto, se maravillaron, y dejándole se fueron” (v.22)

¿Qué es entonces lo que ha terminado por maravillar a estos hombres que habían venido a tentar a Jesús, a tal punto que ya sin argumentos han tenido que retirarse anonadados, sorprendidos, impactados? ¿La majestuosidad y sabiduría divina de la respuesta de Jesús? ¿El equilibrio casi platónico de saber entregar a cada cosa lo que exactamente le corresponde? Es posible, pero yo quisiera creer todavía en algo más: Jesús ha respondido con la consistencia y la consecuencia que le ha acompañado entre su vivir y su decir durante toda la vida. No es exclusivamente la majestuosidad de la presente respuesta la que ha dejado tan impactados a todos los asistentes, al punto de quedar maravillados, sino el saberse en presencia de un hombre que, en palabras de sus mismos tentadores: “ama la verdad, vive la verdad, enseña la verdad”. Y, sin embargo, podríamos preguntarnos también, ¿cuál es la verdad que ama, vive y expresa Jesús? Pues bien, no es la verdad que dimana de las doctrinas correctas, como en el caso de los fariseos. No es la verdad, tampoco, del castigo y la venganza para los opresores, como reza la causa de los zelotes, no es, en modo alguno, la verdad de la separación entre puros e impuros, los nobles y el despreciable pueblo de la tierra, según el criterio de los sacerdotes, es la verdad que anuncia la gratuidad de que Dios en su mensaje y en su propia persona se ha acercado lleno de amor y de compasión a todos los hombres y mujeres, pues en el centro de la voluntad de Dios se halla la plena restauración y dignificación del ser humano. Esta es la consistencia de discurso y vida a la que como comunidad cristiana estamos llamados, y que nos permitirá seguir dando al César lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios, en otras palabras, seguir llamando todas las cosas por su nombre.

José Luis Avendaño, Valparaiso, Chile
jlam_85@hotmail.com


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