Göttinger Predigten im Internet
hg. von U. Nembach

Salmos del Tiempo de Cuaresma
PALMARUM, 21-3-2005
Texto Jn 12, 12-13 por Cristina Inogés Sanz
(-> A las predicaciones actuales: www.predigten.uni-goettingen.de)


Al día siguiente, la multitud que había acudido a la fiesta, al oír que Jesús llegaba a Jerusalén, salió a recibirlo con ramos de palma, gritando: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el que es rey de Israel!
El evangelio de Juan está construido a partir de un dato fundamental: la encarnación. Este dato se conforma en dos niveles: “la carne” de Jesús (Jn 1,14a), es decir, su dimensión humana y la otra parte “la gloria” (Jn1,14b), es decir, el misterio de Dios. Misterio que se transparenta a través de la humanidad de Jesús.
Esta entrada a Jerusalén narrada por Juan nos evidencia la plena conciencia que Jesús tenía de su misión y su asombrosa libertad para dar la vida. Y evidencia, también, la fragilidad de la condición humana.

¿Qué vio Jesús en la entrada a Jerusalén y qué ve hoy?

Vio a un pueblo en el tiempo de la gran fiesta, vio a gente desconocida, a gente buena que había vivido toda su vida agarrándose con fuerza a las promesas hechas a Abraham, Moisés y David, porque todo el poso del Antiguo Testamento emergía este día. La gente pudo dejarse llevar de un cierto sentimiento nacionalista, ya que la fiesta se prestaba a ello, pero no llegarían a mucho más en ese momento. Vio a gente que lo aclamaba como al Mesías que esperaban, aunque no como el Mesías que era.
Es probable que viera a algún conocido, Nicodemo tal vez, la mujer sorprendida en adulterio, el ciego de nacimiento… De cualquier forma el pueblo esperaba al libertador y Jesús, con sus enfrentamientos más o menos directos con las autoridades y, su comportamiento cercano y sincero con quienes se aproximaban a él, se había ganado las simpatías del pueblo que acudía feliz y sencillo a su encuentro con ramos de palma.
Jerusalén, ¡la ciudad donde todo profeta debe acreditar su misión! Jesús amaba a Jerusalén y a su pueblo y fue a su encuentro, a sabiendas de lo que podía suceder (y terminó sucediendo) y por fidelidad a su misión.
Respecto a lo que vería hoy, habría que empezar por preguntar, ¿lo dejarían cruzar las zonas controladas por muros y alambradas de espino? No situemos a Jerusalén sólo en sus coordenadas geográficas. Situemos Jerusalén en nuestro entorno más próximo, seamos cada uno Jerusalén. Podemos decir que, somos gente buena. Que somos volubles nos cuesta más admitirlo, ¡pero lo somos! Y salimos al encuentro de Jesús, en este día, con la misma alegría que aquel pueblo.
Cada uno sabemos cómo aclamamos a Jesús en su entrada en nuestra particular Jerusalén. En un sentido más comunitario, me temo que seguirá viendo a un pueblo que lo mira más como libertador que como redentor. Me explico, seguimos aquilatados por unos miedos religiosos que no nos permiten disfrutar a Dios, ni ver más allá de lo que tenemos delante y eso nos lleva a la “huida” en vertical. De ahí la imagen de la palmera. Dibujemos una en la imaginación. El tronco es áspero, poco atractivo, pero sus hojas son elegantes y parecen manos abiertas, cuyos dedos desean prolongarse hasta el infinito, pero sin mirar al suelo. En tiempos de Jesús la gente miraba y manifestaba sus intereses más primarios, nosotros ahora hacemos lo mismo. Nuestro interés está en el “cielo” y desviamos con mucha facilidad la mirada sobre lo que sucede en el suelo, donde hunde las raíces el tronco de la palmera.
En líneas generales somos un pueblo bueno, voluble y alegre, que recibe a Jesús. Pero somos un pueblo poco agradecido, olvidadizo y pecador. No hemos cambiado mucho ¿verdad? Jesús ve ahora lo que vio por aquel entonces.

¿Entró Jesús sólo en Jerusalén?

Si estamos de acuerdo en que Dios sufre en todos los que sufren, no podemos pensar que Dios no disfrute en todos los que disfrutan. Por eso no entró solo en Jerusalén, sería inconcebible que lo hubiera hecho. Dios no es un Dios solitario, es una personalidad comunitaria. Jesús no es un Dios que reniegue de la fiesta y renuncie a participar en ella. Jerusalén estaba en fiesta y Jesús entró en la fiesta, como todo el pueblo, con todo el pueblo. El pueblo disfrutaba de ese momento de fiesta, Jesús también, porque se hizo solidario de todos nosotros, en lo bueno y en lo malo ¿Sintieron entonces y sentimos nosotros ahora, que la suerte de Jesús es la nuestra?
Jesús nunca hizo nada solo. Si alguien le pedía algo, él contaba con la fe de esa persona; Si a alguien le hacía algo sin que se lo pidiera, contaba con el deseo ocultamente profundo de esa persona; Se divertía con sus amigos y amigas, y sufría con sus amigos y amigas.
No. No entró solo en Jerusalén, ni entra ahora en la Jerusalén de cada uno. Es muy posible que, por él, los ramos de palma no hubieran tenido cabida en la escena. Él dejó la felicidad de su “cielo” para hacerse un hombre que no proclama sus prerrogativas de Dios. Tal vez, él viera más sentido en el tronco áspero de la palmera que en las altivas hojas de la misma.

¡Hosanna!

¡Sálvanos, te lo pedimos! (Sal 118,25). Hosanna es el reconocimiento de la cercanía del Reino de Dios. Jesús era digno de recibir esa admiración por parte del pueblo, porque ¡Hosanna! es reconocer la grandeza y dignidad de una persona y Jesús tiene la dignidad de Dios, exactamente igual que nosotros ¡hechos a imagen y semejanza de Dios!
Hasta en el sufrimiento más absoluto, toda persona mantiene su dignidad ¿No es asombrosa la dignidad que mantienen las personas que se han quedado sin pasado, con un presente que tan apenas existe, y con un futuro incierto tras el maremoto de Asia? Mientras escribo estas líneas, al sur de mi país hay una patera flotando a la deriva con once cadáveres, once personas con toda la dignidad recogida en este minúsculo espacio a la deriva. Millones de ojos nos miran cada día desde África, hambrientos, sedientos, enfermos, olvidados pero clamando silenciosamente: ¡Hosanna! ¿Hacemos nuestra su silenciosa voz que clama a Dios con tanta fuerza?
Con ellos y por ellos aclamemos a Jesús: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el rey de Israel! Reconozcamos su dignidad, su honor gritado desde el silencio, desde la mirada interrogante, pero no acusadora. Gritemos juntos ¡Hosanna! ahora, porque nuestra voluble condición humana nos llevará un día, tal vez sin querer o manipulados por ideas externas a las nuestras que condicionen nuestra realidad más profunda a gritar: ¡Crucifícalo, crucifícalo! Y sin querer, y sin pensar, cambiaremos el canal de televisión cuando un desastre natural asole una parte de nuestro planeta, y dejaremos que las pateras vayan a la deriva para reconducir nuestra economía, y miraremos a los millones de ojos africanos, pero no los querremos ver.

¿Quién entró en Jerusalén, quién queremos que entre hoy?

EntróJesús, Hijo de Dios. Lo hizo como tal, pero sin alardear. Kénosis y gloria es lo mismo en él y la razón la encontramos cuando Dios es definido como amor (I Jn 4,8-16). Si Dios se ha revelado como amor, la plenitud de su esplendor será desbordamiento de vida, entrega absoluta, anonadamiento y éste, como fruto del amor, es exaltación y plenitud.
Jesús se reveló como Dios en la entrada a Jerusalén, pero desde luego no como el Dios que el pueblo esperaba encontrar. Tal vez esperaran que entrase a lomos de un brioso corcel, pero hasta en esto eligió lo más humilde, un borriquillo utilizado en los trabajos cotidianos.
En el plano personal es fácil tener la tentación de la imagen triunfal de Jesús. Siempre he sostenido que es mucho más fácil creer en un Dios todopoderoso y omnipresente, que en un Dios necesitado y que si quiere, se esconde. Cada uno sabemos cuándo hemos esperado a Jesús montado a caballo y si alguna vez lo esperamos montado en un borriquillo. ¿Cuántas veces irrumpimos en la vida del prójimo montados a caballo en vez de hacerlo en el borriquillo?
En el plano comunitario, la tentación es similar y la tensión está ahí. Nuestra historia nos muestra cuántas veces nuestra Iglesia ha sido una Iglesia a caballo (las Cruzadas, el nacionalcatolicismo), pero afortunadamente también nos muestra a una Iglesia montada en un borriquillo (la Iglesia de Francisco y Clara de Asís, la de “Resistencia y Sumisión” de Bonhoeffer).
Entró Jesús, el Hijo de Dios. Dejemos que vuelva a entrar Jesús, el Hijo de Dios. Se trata de aprender de la imagen de humildad, sencillez y cercanía que nos dejó en esta escena. Se trata de hablar de Dios como Él nos ha hablado. ¿Desde dónde hablamos y proclamamos su palabra, desde el brioso corcel o desde el borriquillo? ¿Lo hacemos desde el gozo de la fiesta con los otros y desde la humildad o desde la situación acomodada de los que, por poseer, creemos que poseemos hasta la verdad?
¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el rey de Israel!

Cristina Inogés. Zaragoza
crisinog@telefonica.net

 


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