Göttinger Predigten im Internet
hg. von U. Nembach

Salmos del Tiempo de Cuaresma
Domingo LAETARE, Fecha 6 de marzo de 2005
Isaías 66. 10- 12 por Melanie Mitchell
(-> A las predicaciones actuales: www.predigten.uni-goettingen.de)


El capítulo 66 de Isaías transmite un mensaje a la vez universal y particular, igual que la afirmación que Israel es el pueblo escogido. Por un lado, este título significa que Israel es especial. Por otro lado, significa que su vocación y su destino están vinculados estrechamente con la salvación del mundo. ¡Luz a las naciones será! ¡En la descendencia de Abraham todas las naciones serán benditas!

Los temas de la universalidad y la particularidad son importantes para los cristianos en nuestra relación con los adherentes a otras religiones, y especialmente, con los judíos, de los cuales hemos descendido. En las palabras del Rabino Abraham Heschel, demasiadas veces los cristianos nos hemos olvidado del mandamiento, “Honra a tu madre y tu padre” y de esta manera, los hijos no nos hemos levantado a llamarla bienaventurada, sino ciega.(*)

Isaías 66 comienza con el mensaje universal. Nuestro Dios es el Dios de todo el universo. No reside en un solo lugar. “El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies”, dice el Señor. No hay múltiples dioses para los monoteístas. Hay un solo Dios y Señor del cielo y de la tierra. Este es un punto importante para el diálogo con las religiones.

Después el Señor cuestiona nuestra arrogancia si pensamos que podamos encasillarlo: “¿Dónde está la casa que me habréis de edificar? ¿Dónde el lugar de mi reposo?” Nos recuerda que nuestras iglesias son templos del Espíritu Santo pero que el Espíritu sopla donde quiera. Por tanto, una buena dosis de humilde nos conviene siempre. ¿Hemos de ser arrogantes y pretender que el destino de los demás esté bajo nuestro control?

Somos humanos, y Dios es Dios. “Mi mano hizo todas estas cosas; así todas ellas llegaron a ser”, dice el Señor. Incluso nuestras doctrinas son formas humanas de transmitir la Palabra y la Verdad divina. Dios lleva toda la razón. Nosotros nos equivocamos. Deberíamos reconocerle en el mundo, pero sin su visión somos ciegos. Nuestro pecado oscurece nuestra visión, y es sólo por su revelación que podamos conocerle a Dios (Romanos 1).

Y es nuestra respuesta a su revelación que cuenta. Dice el Señor: “Pero yo miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu y que tiembla ante mi palabra”. Dios no se satisface con sacrificios, sino con justicia, misericordia, humildad y amor. Nuestras alabanzas no cubren nuestros pecados. Nuestros cánticos no llegan a los oídos de Dios, si las cantamos con corazones divididos y desde caminos que no son del Señor.

Es el mensaje de Juan el Bautista que leemos en Adviento pero que tiene igual relevancia para la Cuaresma: “Producid, pues, frutos dignos de arrepentimiento, y no penséis decir dentro de vosotros mismos: ‘A Abraham tenemos por padre’, porque yo os digo que Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras”. (Mateo 3) Dios no eligió el pueblo para una redención exclusiva sino para ser luz a las naciones, y serán nuestras buenas obras lo que lleven a los hombres y las mujeres de hoy a glorificar a nuestro Padre en los cielos. (Mateo 5)

Estos versículos de Isaías eran importantes para la primera iglesia, pues demuestran que en la época mesiánica, que anuncia el profeta e inaugura Jesucristo, Dios no elige entre judíos y gentiles, sino entre los que hacen el bien y los que hacen el mal. Éstos son los elegidos y los condenados. Pero tampoco hay que entender el mensaje como uno de salvación por las obras. La salvación es por la fe, pues la fe sin obras es muerta. Nuestra clave para entender esto es Jesús...

En Juan 8, encontramos a Jesús hablando con los judíos que habían creído en él. Y dice, “si vosotros permanecéis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”.

Los que le escuchan no comprenden sus palabras, pues no se dan cuenta de su propia esclavitud. Piensan por ser hijos de Abraham no pueden ser esclavos dentro del pueblo de Dios, pero no se dan cuenta que Jesús está hablando de la esclavitud interior. Desde la caída, toda la humanidad es esclava al pecado. Y él que es esclavo puede ser miembro del pueblo de Dios en lo exterior, pero si en lo interior sirve a otro, a aquel otro volverá.

Jesús les quiere comunicar que ser hijos de Abraham por la carne no es lo que cuenta, sino ser hijos de él por la fe en el único Dios verdadero. Y el Hijo primogénito, Jesucristo nuestro Señor, sabe muy bien las obras que los verdaderos hijos hacen y no hacen. Reciben con alegría a los profetas; no los rechazan. Aman, no odian, a los enviados del Señor, pues sus palabras son su gozo y esperanza. Los demás huyen ante su voz. El Señor llama y no responden; habla pero no escuchan. Y como profetiza Isaías, Dios puede elegir pueblos para bendición o para desgracia; puede cumplir sus esperanzas o lo que más temen.

Por tanto, el Señor nos pide a nosotros que hagamos nuestra elección: no entre pueblos, sino entre servir a Dios o al pecado. Pero como dice Jesús, no somos libres para elegir, pues desde que entró el pecado al mundo a través de un hombre, somos esclavos a él. Y es Jesús la Verdad que nos hace libres. El es el Elegido, el Mesías, en el cual somos salvos de la ira de Dios y libres para cumplir su voluntad.

Si somos de los que tiemblan ante la palabra del Señor, reconociendo nuestro pecado con humildad y arrepentimiento, creyendo en sus promesas y cumplimiento, y sufriendo por causa de su nombre, podemos gozar en el adviento de la época mesiánica, que comienza en Sión y se extiende a todas las naciones:

“Alegraos con Jerusalén, gozaos con ella todos los que la amáis; llenaos de gozo con ella todos los que os enlutáis por ella para que maméis y os saciéis de los pechos de sus consolaciones, para que bebáis y os deleitéis con la plenitud de su gloria”. Porque así dice el Señor: “He aquí que yo extiendo sobre ella la paz como un río y las riquezas de las naciones como un torrente que se desborda; y mamaréis, en los brazos seréis traídos y sobre las rodillas seréis mimados. Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros, y en Jerusalén recibiréis consuelo”.

Por un lado, leemos estos versículos en clave de Cristo, y nos alegramos de la paz, el gozo, y la nueva vida que él nos ha dado. Estos versículos nos hablan del presente y del futuro de nuestra relación con Cristo, y nos animan a crecer con esta leche espiritual que Dios nos da, desechando toda maldad (I Pedro 2). Nos llevan a dar gracias que Dios ha extendido sus promesas a nosotros, a las naciones que ha atraído a Sión.

Por otro lado, nuestros corazones comparten el anhelo del corazón de Pablo por la salvación de Israel (Romanos 10), y no sólo por su salvación futura sino también por su shalom presente, pues “shalom” no es la primera palabra en los labios de ninguno hoy en día cuando piense en la situación actual de Sión.

Se dice que los europeos son pro-palestinos y los norteamericanos pro-israelitas, pero leyendo a estos versículos, parece que no somos llamados a elegir entre los pueblos según su raza o religión. Somos llamados a mirar a sus obras y juzgar entre sus obras. (El juicio de personas se reserva al Señor.)

Por eso el año pasado la Iglesia Presbiteriana de EE.UU. dio el primer paso de desinvertir de corporaciones en Gaza que ganan dinero de la ocupación israelí, y de corporaciones que trabajan con los grupos que proveen productos, servicios, o apoyo financiero a grupos israelíes o palestinos que cometen violencia contra civiles inocentes. El razonamiento: “las violaciones de derechos humanos son violaciones de derechos humanos”. Y punto.

Sin embargo, aunque Dios nos llama a juzgar entre las obras en nuestro compromiso con la justicia, nos llama a vivir por la fe que justifica. Y la fe cristiana en el Dios de Abraham nos hace recordar que todos los hijos de Abraham son nuestros hermanos. Por eso, hemos de orar por Jerusalén, y hemos de apoyar a nuestros hermanos judíos que obran con humildad, misericordia, justicia y amor. De nuevo, en las palabras de Heschel: ninguna religión es una isla. Hemos de orar los unos por los otros, y ayudar los unos a los otros, y proclamar juntos que vive y reina el Dios de Abraham.

Al nivel de las obras, y no solo de las palabras, Heschel nos anima a los judíos y a los cristianos, a encontrarnos al nivel humano, recordando que todos somos creados a la imagen y semejanza de Dios. Después, hemos de decir, “Tenemos nuestra diferencias doctrinales, pero yo tengo mi compromiso y tú tienes el tuyo. ¿Cómo podemos trabajar juntos en lo que nos concierne mutuamente: la voluntad de Dios en el mundo?”

Así nos encontraremos al nivel de la fe, al nivel del temor y temblor, donde daremos testimonio con nuestras palabras y obras, confesaremos nuestras faltas, y buscaremos en el otro la presencia de Dios, reconociendo con humildad que Dios es el camino, la verdad y la vida, y que nosotros, si es que le conocemos y le obedecemos, es por su pura gracia divina.

Y esto nos lleva a volver a la universalidad y a la particularidad. En el diálogo con el otro, tenemos que buscar cómo preservar la integridad de la revelación que hemos recibido a la vez que hemos de respetar a otros pueblos y a sus tradiciones, pues Dios tiene un plan para todos: “Porque yo conozco sus obras y sus pensamientos; tiempo vendrá para juntar a todas las naciones y lenguas: vendrán y verán mi gloria”.

Mientras tanto, hemos de vivir esta fe que tenemos; esta fe no nos aísla del mundo ni del otro, como vemos en el ejemplo de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, sino que nos anima y capacita para amar, y orar y obrar junto con todos los que piden, tal vez con otras palabras pero con el mismo anhelo: “Venga a nosotros tu reino, y hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Pastora Melanie Mitchell, Madrid
mitchellm@madrid.slu.edu

(*) Abraham Joshua Heschel, “No Religion in an Island,” Christianity through Non-Christian Eyes, Paul J. Griffiths, ed. (Maryknoll, NY: Orbis, 1996), pp26-40.


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