Göttinger Predigten im Internet
hg. von U. Nembach

Predicación para el 22° domingo después de Pentecostés
Día de la reforma, 31 octubre de 2004
Texto según LET serie C: Juan 8: 31 - 36, Antonio Gonzáles

(-> A las predicaciones actuales: www.predigten.uni-goettingen.de)


“La verdad os hará libres...” Pocos textos del evangelio de Juan han sido tantas veces citados y repetidos. Incluso en ambientes externos a la fe aparece ocasionalmente el lema: “la verdad os hará libres”.

Nuestro mundo gime por la libertad. Distintos tipos de libertad. La libertad, una palabra tan querida para todos, suena de distinta manera en cada oído. Para quienes hemos vivido tanto en el Norte como en el Sur de nuestro mundo, resulta claro que la palabra “libertad” no siempre tiene el mismo significado.

Para unos, la libertad tiene que ver con los derechos del individuo a llevar una vida autónoma, con independencia de poderes ajenos que determinen su propia vida. Es la libertad de decidir, de hacer, de planificar por uno mismo, sin que se entrometan los demás. Es la autonomía biográfica y moral que constituye en cierto modo el legado de la historia de las luchas sociales y políticas de Occidente.

Para muchos occidentales, la gran lucha de los grandes reformadores tuvo que ver con esta libertad. Ella fue un paso más hacia la emancipación del hombre occidental de todas las cadenas del pasado, de la tradición, tal como aparecían encarnadas en los poderes eclesiásticos medievales. Un paso más hacia la salida del hombre de lo que Kant llamaba “su minoría de edad culpable”. Un paso más hacia la madurez del hombre autónomo e independiente. Por cierto, que no el paso definitivo, pues muchos occidentales, incluyendo al mismo Kant, pensarían que este paso solamente se dio siglos después de la Reforma, con la Ilustración. Y esto significa no sólo el abandono de la iglesia medieval, sino también el abandono de las religiones positivas hacia la plena autonomía individual.

En el Sur de nuestro mundo, la libertad tiene otros acentos. La libertad es ante todo “liberación”. Liberación no tanto de las tradiciones, sino de los sistemas económicos, sociales y políticos que impiden a la mitad de la población de nuestro planeta salir de la pobreza. En estos casos, la libertad que se desea no tiene su énfasis en lo individual, sino más bien en lo social. Es la libertad de pueblos enteros para poder llevar una vida más digna y humana. Y es que solamente una vida digna y humana permitirá valorar los derechos individuales conquistados por Occidente.

Desde esta perspectiva tanto las libertades conseguidas por las iglesias de la Reforma respecto a la cristiandad medieval como las libertades de la ilustración son insuficientes si no van acompañadas de una libertad mayor. La libertad de salir de deudas externas impagables, que gravan la existencia de cada persona desde su nacimiento hasta la muerte. La libertad de salir de la violencia constante, por cierto siempre posible gracias a armas que no se suelen fabricar precisamente en el Sur. La libertad de no tener que renunciar a todo por la simple necesidad de asegurar la comida de cada día.

La palabra de Dios nos habla de la libertad. Y lo hace de una manera que no puede ser considera como una simple respuesta a las expectativas que unos y otros tenemos respecto a la libertad. La palabra de Dios no es algo que podamos domesticar, poniéndola al servicio de nuestras necesidades. Cuando esto sucede, somos nosotros, en virtud de nuestros intereses prácticos, los que decidimos qué es lo que nos conviene para obtener la libertad. Y la palabra de Dios solamente viene a confirmar nuestros anhelos, nuestros deseos, nuestras necesidades y nuestros proyectos. En estos casos, la palabra de Dios no es cortante como espada de dos filos, sino algo cómodo, e irrelevante. Algo que no nos desafía, sino que simplemente nos deja como ya estábamos.

Sin embargo, hay algo en las palabras del evangelio de Juan que echa por tierra esta actitud. La verdad os hará libres... La libertad es el resultado de algo anterior que es la verdad. No podemos ser libres si esta libertad no se funda en la verdad. Y esto es una difícil tarea. El ser humano tiene una asombrosa capacidad para engañarse a sí mismo, para ver solamente lo que quiere ver, lo que le conviene ver, lo que necesita ver. Muchos pensadores nos dirían hoy algo parecido a lo que Pilatos ya decía hace mucho tiempo: “¿y qué es la verdad?” No lo decía porque no pudiera reconocer la verdad, no lo decía porque la verdad fuera inaccesible a él, sino simplemente porque no quería conocerla.

Buscar la verdad supone una disposición a salir de nuestros propios intereses. A dejarnos sorprender por algo que es distinto, que no proviene de nosotros, sino que viene de fuera y nos llega a nosotros. En la ciencia, en la filosofía, en la vida cotidiana descubrimos nuevas verdades cuando estamos abiertos a aprender. Cuando no pensamos saberlo ya todo. Cuando no nos limitamos a clasificar las cosas en nuestros esquemas, sino que dejamos que las cosas nos sorprendan, nos admiren, y nos muestren facetas inesperadas.

Justamente eso es lo que pretende la palabra de Dios. El texto de Juan nos lo dice claramente: “si permanecéis en mis palabras, verdaderamente sois mis discípulos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. La palabra de Dios nos propone una concepción extraña de la libertad. No es la libertad de quien busca su propia autonomía personal, biográfica o moral. Es otro tipo de libertad. Es la libertad del discípulo.

No se trata por cierto de una libertad puramente individual. Es una libertad esencialmente relacional. El discípulo sale ciertamente de la tiranía que la familia, la tradición, la religión, o las instituciones sociales le imponen. Pero no sale para llevar una vida individualista, buscando aisladamente el propio interés. El discípulo sale de su vida anterior, rompe con las convenciones sociales, para llevar una vida de seguidor de Jesús. Y esto no lo hace individualmente, lo hace junto con otros discípulos. Nunca nos debe dejar de impresionar que las palabras de Jesús estén normalmente en plural: “sois mis discípulos; conoceréis la verdad”. Donde otras religiones dirían sin dudar: “serás mi discípulos, conocerás la verdad”, Jesús nos habla siempre en plural. Jesús habla a un grupo de seguidores, a una iglesia. No a un individuo aislado y egoísta.

Es posible sin duda rechazar esta libertad. Preferir la vida cómoda de las propias tradiciones, aunque estas tradiciones sean hoy en día, no las de la iglesia medieval, sino las del individualismo. El dominio que en el pasado ejercían las instituciones religiosas sobre las conciencias, lo ejercen hoy otros poderes. El consumismo, con sus promesas de libertad, mantiene a millones de personas dependientes de múltiples adiciones. La necesidad de poseer cada vez más, para hacer cosas cada vez mayores y disponer de más tiempo, mantiene a las personas en frenéticas carreras por el dinero que solamente culminan con la muerte. El individualismo de la Ilustración no ha traído solamente bendiciones. En muchos casos, unas dependencias han sido sustituidas por otras.

Y es que el evangelio nos dice algo muy claro. La libertad que promete Jesús no es la simple libertad de unas cadenas tradicionales. Tampoco es la libertad de unos poderes opresores, sean estos religiosos, económicos o políticos. Es la libertad del pecado. El pecado, en singular. El pecado como un poder real en la historia. Si en el interior del ser humano no se rompe el ansia insaciable de autojustificación, poco se habrá logrado. El ser humano está atado por la voluntad de alcanzar la propia justicia, sea en la forma de éxito, de poder, de reconocimiento, de fama, de seguridad, o en cualquier otra forma. Por eso la salida de unas cadenas es sustituida rápidamente por otras cadenas nuevas. Por eso las luchas de liberación sustituyen con tanta facilidad unos opresores por otros nuevos. Es necesario romper algo profunda, que atenaza a los hombres y a las sociedades, tanto individual como colectivamente. La libertad es libertad del pecado.

Cuando la Reforma elevó su voz por la libertad del cristiano, no lo hizo simplemente para marcar un paso en la lucha del ser humano occidental hacia el más pleno individualismo. La Reforma pretendió poner al ser humano ante la libertad verdadera, que es la que se obtiene graciosamente por la fe. La libertad que saca al ser humano de sus ansias de autojustificación, y lo confrontan con la obra salvadora de Jesucristo. La libertad que rompe con el poder del pecado, porque nos regala una justicia que no viene de nosotros, sino de Dios. Como dice Juan mismo, es el Hijo el que nos hace libres. Es su obra perfecta en la pasión la que nos abre el camino para una existencia en la que no tenemos que autojustificarnos. En la que no tenemos que dedicar nuestra vida al éxito, al consumo, al trabajo o al resentimiento. Una nueva existencia en la que es posible el perdón y la reconciliación. En la que es posible, junto con otros, ser discípulos de Jesús.

Es interesante observar que, en el texto de Juan, una vez es la verdad la que hace libres (v. 32) y otra vez es el Hijo el que hace libres (v. 36). Porque la verdad plena sobre nosotros mismos y sobre el mundo está en Jesús. Esto es precisamente lo que Pilato no vio, aunque lo tenía delante de sus propias narices. La verdad por la que preguntaba era ese judío extraño que él estaba condenando al suplicio capital. Sus propios intereses se lo impedían ver. Ahí estaba la libertad que no le iban a dar ni las comodidades de ser un ciudadano acomodado del imperio, ni cualquier otro poder de este mundo.

Y ahí estaba al mismo tiempo la libertad que iba a poner en jaque al mismo imperio romano. La libertad de personas que, siguiendo a Jesús, iban a poner en común sus bienes, iban a renunciar a la violencia, e iban a iniciar una existencia nueva, en comunidades de seguidores del Mesías, en la que la liberación de la opresión comenzaba a ser real en nuestro mundo. Una libertad extraña, que no se consigue cuando se obtiene más poder individual o colectivo, sino cuando se renuncia a él. Una libertad que no consiste en seguir siendo lo que somos, sino en iniciar algo nuevo y distinto. No la libertad de realizar nuestros propios planes, sino la libertad de hacer propios los planes de Jesús. Una libertad que Jesús, por su palabra, nos sigue ofreciendo hoy.

Antonio Gonzáles, Madrid

 


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